lunes, 29 de noviembre de 2010

Presentación de Martín Kohan a "De la literatura y los restos"

Roberto Ferrorferro@filo.uba.ar
Presentación de Martín Kohan a "De la literatura y los restos", en la Biblioteca Nacional, el 16 de setiembre de 2010




Presentación de La literatura y los restos de Roberto Ferro en la Biblioteca Nacional de Buenos Aires

Ya ha sido dicho (lo ha dicho Ricardo Piglia) que la crítica literaria es un género autobiográfico. Se trata, según se prefiera, de un enfoque vitalista (la crítica se impregna de vida) o literario (quien quiera contar su vida, deberá contar sus lecturas). Pero en cualquier caso, al comenzar De la literatura y los restos, Roberto Ferro ensaya un gesto diferente. El texto inicial, “Palabras liminares”, puede leerse como un ejercicio de autorretrato crítico. Después de dejarse retratar, como lector, por el prólogo de Noé Jitrik, Ferro emprende un autorretrato: esboza la imagen de ese crítico literario que decide ser (autoconciencia, expresión de deseos, imagen de sí, cifra de ambición, espejo inducido: lo propio de todo autorretrato).
Ferro descarta paradigmas críticos, metáforas establecidas de lo que es o debe ser todo crítico literario. Convencido y convincente, procede a hacer sucesivamente a un lado al crítico taxonomista (el que ordena y clasifica), al crítico detective (el que presupone una verdad y la rastrea), al crítico pontífice (el que encarna una verdad y la defiende), al crítico juez (el que “dictamina la justa verdad del sentido”), al crítico magíster (el que “imparte la enseñanza del en sí literario”); y postula, en cambio, como alternativa polémica y como proyecto de figuración en la que va él mismo a inscribirse, otras variantes: el crítico viajero (utopía itinerante de un “lector en tránsito” renuente a cualquier fijación), el crítico jugador (el que, escéptico de las causalidades, entrega sus lecturas al azar), el crítico contrabandista (el que transgrede las jurisdicciones conceptuales y transgrede las fronteras establecidas, sus leyes y sus aduanas).
Ahí donde el crítico detective, por caso, queda del lado de la ley (o en una relación ambivalente, en el mejor de los casos, si se trata del policial negro), el crítico contrabandista que Roberto Ferro postula se decide por las actividades ilícitas. Va en procura sostenida de lo que “no se deja atrapar en la mera transparencia del lenguaje codificado en figuras impuestas”, recela de las bibliotecas (aunque ahora estamos en una) y de los ordenamientos canónicos, de las instituciones que imponen sentidos y maneras de leer. Decidido a perturbar semejantes pautas, a desviarse de ellas o a transgredirlas, el crítico contrabandista que propone Ferro sabe bien de qué tiene que cuidarse: de la transparencia, del ordenamiento, de lo impuesto o los impuestos, y sabe bien cuál es su objetivo: no dejarse nunca atrapar.
No sorprende, por lo tanto, que las diversas lecturas que componen De la literatura y los restos insistan en su orientación hacia los “puntos de fuga”. Es el afán esperable en el crítico contrabandista, frente al afán de persecución del crítico detective o del crítico juez. Los puntos de fuga instalan a los textos en una lógica de expansión y multiplicidad, en una diversificación por la que la certeza de cualquier verdad definitiva se difiere y se escurre como quien dice para siempre. No obstante el dispositivo de proliferación que es propio de los puntos de fuga, es posible señalar en el recorrido de este libro ciertos puntos de apoyo que lo sostienen y a la vez lo escanden: en el comienzo, o ya desde la portada, el prólogo de Noé Jitrik, la conexión que va a propiciar una disposición de entendimiento crítico; promediando el volumen, las páginas de “Una maquinita estrafalaria de lectura”, especie de poética crítica que Ferro decide reeditar para sostener y enfatizar una vívida declaración de principios; por fin, concluyendo la primera parte y haciendo centro en la tercera, dos artículos en particular: uno sobre Macedonio Fernández y el otro sobre Jacques Derrida.
Porque las lecturas de Ferro se remiten a objetos diversos: Cortázar, Lemebel, Mallea, Conti, Roa Bastos, Jitrik, Vila-Matas, Raúl Dorra, Tabucchi, la narrativa policial latinoamericana, la literatura infantil en general. Y lo hace con categorías teóricas que hacen a la solvencia de una manera de entender la literatura, la escritura, el lenguaje: categorías como intervalo, diseminación, diferimiento, fisura, deriva, nomadismo, rizoma, deconstrucción. Las de Ferro son lecturas que, en su sucederse, se mantienen rigurosamente reacias a las seducciones de la totalidad, de la completad estabilizada, de la plenitud de la presencia, de la metafísica que acecha en toda fijeza y en toda certeza. Su apuesta es muy otra, y Ferro la despliega: fragmentar, discontinuar, inacabar, desestabilizar, resistirse a la unidad no menos que a las totalidades cerradas, resistirse a clausurar sentidos y a instalarse en el confort de lo unívoco. Si admite un todo, es un todo abierto, es decir un falso todo; si hay sentidos, proliferan, se fugan como multiplicidad, sin ocultarse como una cifra a la espera de la develación. Se trata así de lo ilegible y de sus restos, semiosis sin fin, inagotabilidad de la significación; se trata de complicar las estructuras de sentido, perturbar sus normas, abrir indefinidamente todo aquello que por sí mismo podría cerrarse definitivamente. Contra la metafísica de la presencia, cultivar y persistir en el arte de la ausencia: arte de la sustracción, del diferimiento del yo, de la desestabilización de la identidad, de la deconstrucción de un origen. La maquinita estrafalaria que Ferro compone y echa a andar opera en las referencias, pero no en los referentes; aceita sus engranajes con espeso escepticismo sobre objetos preexistentes, declara la imposibilidad de alguna correlación unívoca entre el discurso y el mundo, y si de la ilusión referencial hay algo que saca en limpio, es eso precisamente: la pura ilusión, la falta de fe en lo objetivo.
Por estas páginas pasa Deleuze, pasa Foucault, pasa Blanchot; pero es Derrida quien recibe mayor atención y quien resulta más nutritivo en la empresa de deconstruir la metafísica del origen, la metafísica de la presencia, quien enseña a diferir y a aplazar. A la vez, por otra parte, no parece haber expresión más poderosa de la ausencia (del autor) y el diferimiento (del texto), de la suspensión de la realidad (referencial) y de la confusión (premeditada) de la literatura y la vida que la escritura de Macedonio Fernández. En esos objetos, podría decirse, es donde Ferro hace pie. Y a partir de ahí se traslada, viaja, juega, contrabandea.
Hay zonas de sintonía, lecturas en afinidad: cuando Ferro lee a Tabucchi o cuando lee a Vila-Matas, la indeterminación de sentido y la imposible unidad van en su curso; cuando lee a Noé Jitrik, la escritura es la entidad y lo demás es ausencia; cuando lee a Roa Bastos, se entrega a la inconclusión y a la deriva de lo inestable; cuando lee a Napoleón Baccino, asume la diseminación, que ninguna verdad nunca se fija. Pero Ferro también lee a Cortázar, a Cortázar y el compromiso político; y lee a Haroldo Conti, a Conti y la memoria y la pertenencia; y lee a Eduardo Mallea, en sus limbos de idealidad; y lee a Rodolfo Walsh, a Walsh y su vocación de denuncia. Y en ellos no se rinde, tampoco en ellos se rinde, a la sugestión de que acá hay una vida que se vive y más allá hay una escritura que la expresa, que acá hay una realidad que existe y más allá hay una literatura que la representa, que acá hay una verdad constatable y más allá hay una palabra que la revela. Es precisamente al ocuparse de esas literaturas, la del realismo o la del compromiso o la del vitalismo o la de la metafísica nacional, que Ferro se aplica a su arte de transponer fronteras con solapamiento, leer en desvío, escribir lo impropio. Y entonces este libro erige una decidida pasión: una cierta concepción de lo que es la literatura, de lo que supone escribir, de lo que supone leer. Es el destello que expande y deriva De la literatura y los restos: la noción de que la literatura es el resto y que fuera de ese resto no hay nada, porque el resto no es resto de otra cosa, porque los restos son lo único que tenemos.



MARTÍN KOHAN