sábado, 21 de mayo de 2011

El lector crítico no siempre se cree un detective. No todos los escritores pueden ser criminales

Roberto Ferrorferro@filo.uba.ar
El lector crítico no siempre se cree un detective. No todos los escritores pueden ser criminales.
Releo lo que publiqué ayer y tengo ganas de insistir con una aproximación. Allí digo “…el lector de policiales que siempre reivindiqué como el más adecuado para asumir la representación de mi adicción insaciable, el obsesivo de los vagabundeos por la teoría literaria y de a ratos por la crítica, recostado en ese gesto de buscar el sentido como se persigue el secreto, con la actitud estrábica del que debe abarcar con su mirada un más allá de la letra.”
Y esa afirmación puede dar lugar a producir cierto desconcierto, en particular cuando se la compara con lo que había escrito en la Introducción al volumen de Macedonio en la Historia crítica de la literatura argentina:
“El interrogante también produce una cierta fascinación que acerca la atrae de la crítica literaria a una simetría metafórica que ha tenido gran aceptación en el siglo XX: establecer un paralelismo entre el crítico figurado como un detective y el escritor como un criminal; ecuación teórica que culmina con la idea de que la novela policial es una forma ficcional cifrada de la crítica literaria. Si bien hay una serie de correspondencia que son productivas en esta comparación, por una parte la del crítico como un investigador, que a partir de un conjunto de saberes rastrea indicios que le permiten alcanzar finalmente las variables del sentido y. por otra, la correlación con el criminal como el que trasgrede la ley, no deja de ser atractiva para pensar al escritor y al texto literario como instancias en las que la ley de la lengua es sometida a desbordes para significar más allá de la noema. Pero la representación paranoica del escritor como un criminal que borra sus huellas con el objeto de mantener un secreto, perseguido por el crítico, descifrador de enigmas, tiene una debilidad endémica: la idea de que el sentido de los textos está oculto y que debe ser relevado como un verdad. Siguiendo este modelo, la construcción textual aparece marcada por una particularidad reductora: la de postular que existe un conflicto a desentrañar, una intriga que se debe significante que se debe resolver, lo que implica necesariamente que la crítica literaria puede alcanzar una significación que se considere verdadera. Pretendo tomar distancia de esa simplificación que transforma la actividad crítica como una variante de un género. Los textos literarios se dan a leer como escenografías de procedimientos constructivos. En los textos literarios la significación no tiene fin, siempre es una dinámica inconclusa.
También hay en esa figuración otro contrabando ideológico: la idea de que existe ciertamente algo secreto por descubrir en cada texto lo condena al aislamiento, lo recorta de la constelación de vínculos que o constituyen y que son las que lo configuran como tal, es decir, como texto literario.”
Cada vez que se ponen en juego los protocolos de la narrativa policial, hay un gesto distintivo que caracteriza la relación entre lector y texto, ese gesto es el desafío, el juego que constituye el misterio o el enigma planteado en el inicio y dilatado a lo largo de la trama, implica una competencia entre el lector y el detective, o quien está encargado de resolverlo en la ficción.
Ese desafío no supone identificación, es decir que el modo de lectura que el lector despliega frente al texto lo lleve a cumplir con el mismo rol que el personaje que está investigando el crimen; lo que afirmo es que el lector de policiales debe, necesariamente, ser un lector activo, que se ponga un paso más acá o más allá de la repetición para leer la diferencia. Dice Umberto Eco que el texto es una máquina perezosa, entonces mi obsesión por la teoría literaria y a veces por la crítica, está fuertemente vinculada a mi genealogía constitutiva de lector de policiales. La metáfora alude a la energía necesaria para poner en movimiento un mecanismo que tiende a no funcionar a pleno si no recibe la energía suficiente, esa energía se la imprime (la imagen es obligada) la mirada del lector.
Finalmente, puede ser que haya lectores críticos que pretendan develar el secreto, es más una masa considerable de la crítica asume como propia esa función, lo que no significa que esa postura ideológica, permita definir al conjunto de la actividad.
Dice Gilles Deleuze en Crítica y clínica: El problema de escribir: el escritor, como dice Proust, inventa una lengua nueva, una lengua extranjera en cierta medida. Extrae nuevas estructuras gramaticales o sintácticas. Daca la lengua de los caminos trillados, la hace delirar.
Pero esa transgresión a la ley de la lengua, ese delito delirante, no consiente una generalización inmediata. Pensemos rápidamente: Aguinis, Andahazi, Bonelli, la lista podría ser extensa, que se distinguen porque tratan de conservar los estereotipos por más triviales que sean, es decir son respetuosos conservadores, si fuesen acusados de algún crimen no sería por ninguna trasgresión a la ley de la lengua. Yo prefiero no elegir el calificativo de criminales a la hora de pensar críticamente sus textos(a pesar de alguna tentación movida por un arrebato ante la cerrazón intelectual que caracteriza sus obras), no vaya a ser que esa actitud pueda ser leída como un elogio.
Por eso decía al principio: El lector crítico no siempre se cree un detective. No todos los escritores pueden ser criminales.

viernes, 20 de mayo de 2011

Volver a leer el viaje

Roberto Ferrorferro@filo.uba.ar
Volver a leer el viaje
He regresado a algunos estantes de mi biblioteca en los que serenamente me esperan libros con los que he fantaseado, en algún momento del pasado, volver a encontrarme. Esta vez el grueso volumen elegido se ha dejado balancear sobre la palma de la mano que lo recibe sin vacilaciones. El relato del viaje- De Sarmiento a Umberto Eco de Jorge Monteleone. Cuando miro la fecha de edición, me sorprendo: 1998. En principio no lo puedo creer, me pregunto cómo puede ser que haya permanecido ese sabor durante tantos años, un sabor de placer mezclado con la nostalgia de una edad de oro. No es la magdalena proustiana, es un entrecruzamiento diferente. Por una parte, evoca la imagen de un chiquilín demasiado alto para su edad, con los pantalones casi rozándole los tobillos y un mechón rebelde asomado en el balcón de las cejas, que con cierta congoja de sinrazón acaba de leer La vuelta al mundo en ochenta días y se pregunta por qué ha terminado la aventura. Esa era la raíz de su desasosiego, cuando Phileas Fogg y Jean Passpartout, ya han arribado a Londres y el suspenso de la apuesta se ha disuelto, se quedaba de nuevo en los bordes de la realidad. Y, por otra, esa evocación se solapa con el lector de policiales que siempre reivindiqué como el más adecuado para asumir la representación de mi adicción insaciable, el obsesivo de los vagabundeos por la teoría literaria y de a ratos por la crítica, recostado en ese gesto de buscar el sentido como se persigue el secreto, con la actitud estrábica del que debe abarcar con su mirada un más allá de la letra. Es decir, el primer encuentro con el libro de Jorge me había permitido atraer a la misma escena como en un pliegue dos momentos distantes de mi pasión de lector. Relatos de viajes como aventuras de adolescente y como divagaciones de ensayista; es decir, volver a deambular con Stevenson y Verne, se entreveraba con la cartografía que trazaban Barthes y Derrida con los que yo me confabulaba. Pensé en un pliegue porque la escritura de Jorge Monteleone traza una pirueta, la metáfora es obligada, una pirueta en la que se mezcla el prestidigitador con el equilibrista. Su voz narrativa se trama con los relatos de los invitados a contar sus viajes, entonces el principio y el fin de cada itinerario, la extensión entre cada extremo, se trastornaba en un sondeo por las profundidades de sentido.
Vuelvo a paladear el gusto de releer El relato de viaje y me acerco a sus múltiples puntos de fuga, ya que su desafío reside en que no entrega la seguridad de las cómodas cartografías sino el riesgo de las trayectorias inciertas en las que se suceden, pero también que se corresponden los lugares y las miradas, momentos en que los escenarios se desvanecen o se desvían hacia la molienda del recuerdo.
Como bien dice Erbóreo R. Frot que dice Jorge Cáceres: la escritura de Monteleone no sigue la trayectoria de una piedra lanzada hacia adelante, que una vez en movimiento, recorre un camino definido; más bien se parece a la agitación constante de un paisaje de nubes o al itinerario incierto de un hombre que deambula por las calles, desviándose aquí por una sombra, más allá por un grupo de curiosos o una extraña combinación de apariencias, y que, por último, va hacia a un final inesperado que nunca imaginó alcanzar.