Henry
James, que yo recuerde, y Juan Rulfo, convocaban a fantasmas para componer
relatos llenos de ecos, voces tenues que se entrecruzaban y borraban límites de
todo tipo: entre realidad y sombras, entre afirmación y conjetura, entre
movimiento y detención. También, a su manera, lo hizo Onetti, más bien con los
sueños, pero Ferro, en esta novela, en la que se pueden percibir ecos, sobre
todo de Onetti y de Cortázar, lejanos y tenues, convoca a sombras que
contribuyen a resolver un enigma totalmente bizarro y encantador: la voz
perdida de otro fantasma, Macedonio Fernández.
Ferro
la subtitula “casi” novela, tal vez porque no omite una historia, la suya
propia, de investigador, o si se quiere, de crítico literario que se anima a
construir una narración en la que la sabiduría compite con el interés por
situaciones y personajes reclutados en el acervo de la mejor novela argentina.
Originalidad
absoluta: un narrador, que no renuncia a su interés de crítico, persigue una
verificación que concierne a un escritor que en sí mismo y en su obra es
fluyente y exquisito; la búsqueda lo lleva a personajes y lugares que dibuja
con una precisión sin desmayo, desfile de fantasmas que traen cada uno
historias relacionadas no sólo con esa búsqueda sino con experiencias
literariamente tan atractivas como pudieron serlo los aguafuertes de Roberto
Arlt: ese centro de Buenos Aires, mágico y peculiar, lleno a su vez de ecos de
proezas canallas y proyectos inverosímiles, semillero de seres que le dieron a
esta ciudad una fisonomía única.
Macedonio,
mito viviente de una literatura viva, tiene en esta “casi” novela una
resurrección impensada, en un suspenso narrativo de una maestría sin igual.
Noé Jitrik
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