Roberto Ferrorferro@filo.uba.ar El lector crítico no siempre se cree un detective. No todos los escritores pueden ser criminales. Releo lo que publiqué ayer y tengo ganas de insistir con una aproximación. Allí digo “…el lector de policiales que siempre reivindiqué como el más adecuado para asumir la representación de mi adicción insaciable, el obsesivo de los vagabundeos por la teoría literaria y de a ratos por la crítica, recostado en ese gesto de buscar el sentido como se persigue el secreto, con la actitud estrábica del que debe abarcar con su mirada un más allá de la letra.” Y esa afirmación puede dar lugar a producir cierto desconcierto, en particular cuando se la compara con lo que había escrito en la Introducción al volumen de Macedonio en la Historia crítica de la literatura argentina: “El interrogante también produce una cierta fascinación que acerca la atrae de la crítica literaria a una simetría metafórica que ha tenido gran aceptación en el siglo XX: establecer un paralelismo entre el crítico figurado como un detective y el escritor como un criminal; ecuación teórica que culmina con la idea de que la novela policial es una forma ficcional cifrada de la crítica literaria. Si bien hay una serie de correspondencia que son productivas en esta comparación, por una parte la del crítico como un investigador, que a partir de un conjunto de saberes rastrea indicios que le permiten alcanzar finalmente las variables del sentido y. por otra, la correlación con el criminal como el que trasgrede la ley, no deja de ser atractiva para pensar al escritor y al texto literario como instancias en las que la ley de la lengua es sometida a desbordes para significar más allá de la noema. Pero la representación paranoica del escritor como un criminal que borra sus huellas con el objeto de mantener un secreto, perseguido por el crítico, descifrador de enigmas, tiene una debilidad endémica: la idea de que el sentido de los textos está oculto y que debe ser relevado como un verdad. Siguiendo este modelo, la construcción textual aparece marcada por una particularidad reductora: la de postular que existe un conflicto a desentrañar, una intriga que se debe significante que se debe resolver, lo que implica necesariamente que la crítica literaria puede alcanzar una significación que se considere verdadera. Pretendo tomar distancia de esa simplificación que transforma la actividad crítica como una variante de un género. Los textos literarios se dan a leer como escenografías de procedimientos constructivos. En los textos literarios la significación no tiene fin, siempre es una dinámica inconclusa. También hay en esa figuración otro contrabando ideológico: la idea de que existe ciertamente algo secreto por descubrir en cada texto lo condena al aislamiento, lo recorta de la constelación de vínculos que o constituyen y que son las que lo configuran como tal, es decir, como texto literario.” Cada vez que se ponen en juego los protocolos de la narrativa policial, hay un gesto distintivo que caracteriza la relación entre lector y texto, ese gesto es el desafío, el juego que constituye el misterio o el enigma planteado en el inicio y dilatado a lo largo de la trama, implica una competencia entre el lector y el detective, o quien está encargado de resolverlo en la ficción. Ese desafío no supone identificación, es decir que el modo de lectura que el lector despliega frente al texto lo lleve a cumplir con el mismo rol que el personaje que está investigando el crimen; lo que afirmo es que el lector de policiales debe, necesariamente, ser un lector activo, que se ponga un paso más acá o más allá de la repetición para leer la diferencia. Dice Umberto Eco que el texto es una máquina perezosa, entonces mi obsesión por la teoría literaria y a veces por la crítica, está fuertemente vinculada a mi genealogía constitutiva de lector de policiales. La metáfora alude a la energía necesaria para poner en movimiento un mecanismo que tiende a no funcionar a pleno si no recibe la energía suficiente, esa energía se la imprime (la imagen es obligada) la mirada del lector. Finalmente, puede ser que haya lectores críticos que pretendan develar el secreto, es más una masa considerable de la crítica asume como propia esa función, lo que no significa que esa postura ideológica, permita definir al conjunto de la actividad. Dice Gilles Deleuze en Crítica y clínica: El problema de escribir: el escritor, como dice Proust, inventa una lengua nueva, una lengua extranjera en cierta medida. Extrae nuevas estructuras gramaticales o sintácticas. Daca la lengua de los caminos trillados, la hace delirar. Pero esa transgresión a la ley de la lengua, ese delito delirante, no consiente una generalización inmediata. Pensemos rápidamente: Aguinis, Andahazi, Bonelli, la lista podría ser extensa, que se distinguen porque tratan de conservar los estereotipos por más triviales que sean, es decir son respetuosos conservadores, si fuesen acusados de algún crimen no sería por ninguna trasgresión a la ley de la lengua. Yo prefiero no elegir el calificativo de criminales a la hora de pensar críticamente sus textos(a pesar de alguna tentación movida por un arrebato ante la cerrazón intelectual que caracteriza sus obras), no vaya a ser que esa actitud pueda ser leída como un elogio. Por eso decía al principio: El lector crítico no siempre se cree un detective. No todos los escritores pueden ser criminales.
Roberto Ferrorferro@filo.uba.ar Volver a leer el viaje He regresado a algunos estantes de mi biblioteca en los que serenamente me esperan libros con los que he fantaseado, en algún momento del pasado, volver a encontrarme. Esta vez el grueso volumen elegido se ha dejado balancear sobre la palma de la mano que lo recibe sin vacilaciones. El relato del viaje- De Sarmiento a Umberto Eco de Jorge Monteleone. Cuando miro la fecha de edición, me sorprendo: 1998. En principio no lo puedo creer, me pregunto cómo puede ser que haya permanecido ese sabor durante tantos años, un sabor de placer mezclado con la nostalgia de una edad de oro. No es la magdalena proustiana, es un entrecruzamiento diferente. Por una parte, evoca la imagen de un chiquilín demasiado alto para su edad, con los pantalones casi rozándole los tobillos y un mechón rebelde asomado en el balcón de las cejas, que con cierta congoja de sinrazón acaba de leer La vuelta al mundo en ochenta días y se pregunta por qué ha terminado la aventura. Esa era la raíz de su desasosiego, cuando Phileas Fogg y Jean Passpartout, ya han arribado a Londres y el suspenso de la apuesta se ha disuelto, se quedaba de nuevo en los bordes de la realidad. Y, por otra, esa evocación se solapa con el lector de policiales que siempre reivindiqué como el más adecuado para asumir la representación de mi adicción insaciable, el obsesivo de los vagabundeos por la teoría literaria y de a ratos por la crítica, recostado en ese gesto de buscar el sentido como se persigue el secreto, con la actitud estrábica del que debe abarcar con su mirada un más allá de la letra. Es decir, el primer encuentro con el libro de Jorge me había permitido atraer a la misma escena como en un pliegue dos momentos distantes de mi pasión de lector. Relatos de viajes como aventuras de adolescente y como divagaciones de ensayista; es decir, volver a deambular con Stevenson y Verne, se entreveraba con la cartografía que trazaban Barthes y Derrida con los que yo me confabulaba. Pensé en un pliegue porque la escritura de Jorge Monteleone traza una pirueta, la metáfora es obligada, una pirueta en la que se mezcla el prestidigitador con el equilibrista. Su voz narrativa se trama con los relatos de los invitados a contar sus viajes, entonces el principio y el fin de cada itinerario, la extensión entre cada extremo, se trastornaba en un sondeo por las profundidades de sentido. Vuelvo a paladear el gusto de releer El relato de viaje y me acerco a sus múltiples puntos de fuga, ya que su desafío reside en que no entrega la seguridad de las cómodas cartografías sino el riesgo de las trayectorias inciertas en las que se suceden, pero también que se corresponden los lugares y las miradas, momentos en que los escenarios se desvanecen o se desvían hacia la molienda del recuerdo. Como bien dice Erbóreo R. Frot que dice Jorge Cáceres: la escritura de Monteleone no sigue la trayectoria de una piedra lanzada hacia adelante, que una vez en movimiento, recorre un camino definido; más bien se parece a la agitación constante de un paisaje de nubes o al itinerario incierto de un hombre que deambula por las calles, desviándose aquí por una sombra, más allá por un grupo de curiosos o una extraña combinación de apariencias, y que, por último, va hacia a un final inesperado que nunca imaginó alcanzar.
Borges en el linaje de Macedonio
Esta es la tercera entrega del folletín teórico “Éxitos, linajes y cánones”. En el primer capítulo “Escrituras de ratificación, escrituras de suspensión”, se abordó la problemática de las relaciones de continuidad y discontinuidad entre textos que se hacen pertenecer a la literatura. Se abrió, entonces, la posibilidad de una interpelación en torno a una pregunta insistente e intimidatoria ¿qué es la literatura? Su desarrollo ocupó el siguiente capítulo en el que se planeó que una aproximación posible a esa interpelación debería estar centrada en la idea de que más que una referencia a algo concreto o una esencia trascendente; en este folletín el término literatura nombra un proceso de prácticas, disposiciones y creencias, atravesadas por un complejo entramado de fuerzas en pugna, articulados en forman de alianzas, contradicciones, exclusiones y solapamientos, que la constituyen como un conjunto productivo y cuya historicidad, es decir, su materialidad sociocultural, no se puede negar. Ese entramado se manifiesta en los diversos modos de legibilidad y de visibilidad, que le otorgan legitimidad a aquellos textos, autores, valores, que se consideran literarios. Se enumeraron cinco focos de legitimación que se corresponden con modalidades diversas de legibilidad. En la entrega de hoy, “Borges en el linaje de Macedonio”, abordaremos uno de esos focos: la reescritura como la legitimación de los escritores por los propios escritores.
Los textos y autores que en el presente reconocemos como literarios constituyen sólo una parte ínfima de lo que a lo largo del tiempo se ha ido produciendo en ese espacio. De la innumerable masa de textos y autores que participan de la literatura, sólo permanecen y se trasmiten unos pocos, aquellos que alcanzan un estatuto que se constituye a partir de instancias diversas de legitimación; por el contrario, la mayor parte de ellos queda en una suerte de limbo intemporal a la espera que se interrumpa el olvido y surja alguna forma de rescate.
La reescritura es una de las formas más reconocidas de la transmisión literaria. Pienso el concepto de trasmisión en complicidad con Regis Debray: es un proceso que se extiende en el tiempo según obligaciones, jerarquías, valores y protocolos que se despliegan por etapas o niveles. La perspectiva de la historia de la literatura habilita una mirada retrospectiva que permite trazar genealogías en las que los vínculos tramados entre escritura-lectura-reescritura constituyen los puntos de encuentro y diseminación de los linajes literarios. Aludir al trazado de genealogías supone una especulación en torno de la historia de la literatura en la que la instancia fundadora del sujeto no ocupa el centro de la escena. Ese presupuesto permite descartar de la figuración metafórica de linaje ya sean las posibles insinuaciones de lazos entre individuos geniales o encadenamientos de influencias entre iguales ya sean las connotaciones de un biologismo ingenuo por el cual las reescrituras son consecuencias de una anterioridad que anunciaba el porvenir, tanto en su desarrollo como en su desenlace.
Con la idea de linaje apelo, en cambio, a deslindar en el vasto archivo de la literatura, es decir, en la acumulación de textos y escritores del pasado, los modos de interacción con los sucesivos presentes, para caracterizar las reescrituras como el modo de legitimación que se extiende en tanto en la mediana como en la larga duración.
Desde una mirada retrospectiva, una mirada que se proponga centrase en los trazos dominantes que han caracterizado el espacio literario argentino, la importancia de la figura de Jorge Luis Borges es decisiva y determinante en tanto generador de operaciones críticas y, correlativamente, un activo propagador de políticas de la lectura que han tenido una gran preeminencia en la sedimentación de criterios y gustos literarios finalmente dominantes sobre aquellos antagonistas con los que confrontaban. El lugar de Leopoldo Lugones y de Macedonio Fernández en esa configuración relevante puede, de algún modo, establecerse a partir de los diversas entonaciones que la voz de Borges fue modulando para situar a alguno de ellos tanto en el rol de oponente en las polémicas literarias, o como aquel a quien Borges tiene la potestad de conceder un lugar en el panteón de un pasado ya clausurado y sin intervención en el presente, salvo la de la celebración póstuma. Borges ha sido un notable estratega de las luchas literarias, sus maniobras han sido decisivas tanto para la canonización como para la excomunión de otros escritores.
En 1965, Borges en colaboración con Betina Edelberg, escribe una introducción a la obra de Leopoldo Lugones, que luego fue publicada como un volumen separado, allí dice: Es muy sabido que no hay generación literaria que no elija a dos o tres precursores: varones venerables y anacrónicos que por motivos singulares se salvan de la demolición general. La nuestra eligió a dos. Uno fue el indiscutible genial Macedonio Fernández, que no sufrió de otros imitadores que yo; otro, el inmaduro Güiraldes de “El cencerro de cristal”, libro donde la influencia de Lugones – del Lugones humorístico del Lunario-, es un poco más que evidente. Por cierto, el hecho no es desfavorable para mi tesis.
Borges pone en la letra de esta cita lo que luego se transformará en el corazón maldito de un relato que recoge la versión de un modo de imaginar el curso que siguió la historia de la literatura argentina o, mejor dicho, la figuración del momento en que se resuelve una encrucijada decisiva del curso de esa historia. Es un relato que, con matices diversos, transita innumerables transcripciones que lo diseminan por los más recónditos márgenes del canon literario, pero que de una u otra manera siempre convergen en un punto de encuentro: “Macedonio nos salvó de Lugones”.
La trasmisión que se despliega en el proceso de escritura-lectura-reescritura puede ser trazada por una mirada crítica retrospectiva como una genealogía, pero eso es un constructo posterior que no supone linealidades únicas porque no puede haberlas. En cada instancia de lectura y reescritura se convocan los asedios de múltiples bibliotecas que expanden, desvían, amplifican, perturban, la escritura leída y reescrita. Como pensaba Paul Valéry en un texto participan múltiples temporalidades e incalculables magnitudes de sentidos posibles. El escritor como si fuera una araña teje una tela extendida, a menudo, más allá de lo que el animal ha intentado, que bien puede morir sin haber comprendido buena parte de lo que ha pasado. Mucho tiempo después vendrán otros a enredarse con sus hilos, especulando, para retomar la tarea en orden a una economía que siempre será incompleta e incesante.
“Macedonio nos salvó de Lugones” repiten insistentemente en las versiones conspirativas, aquellos que exhiben como prueba de sus fabulaciones algunas genealogías posibles que revelan linajes macedonianos, por supuesto Borges, pero también Marechal, Cortázar, Piglia, Saer y Libertella. http://www.sintagmas.com.ar/notas.asp?con_codigo=886&aut_codigo=247&men_codigo=17
Genealogías que no son lineales porque si lo fueran ignorarían, sólo para citar un ejemplo relevante, el peso que la escritura de Arlt tiene en la narrativa argentina desde los años cincuenta en adelante. “Nos salvo” es un modo de confirmar que no ha habido reescrituras de Lugones, o al menos los focos de legitimación no los han registrado; en cambio, sí las ha habido de Macedonio y muy prolíficas. Para especular con este modo de pensar los linajes y los trazados genealógicos en la narrativa argentina he tenido en cuenta tanto el concepto de dominante de Tinianov, como el de hegemonía de Gramsci, que considero a veces complementarios a veces en tensión contradictoria.
La consistencia y el porvenir de lo que llamamos literatura dependen en gran medida de este foco de legitimación: la continuidad de una escritura en la urdimbre de incalculables lecturas-rescrituras que la trasforman y expanden.
(Continuará)